miércoles, 22 de octubre de 2008

FELIPE Y CARMENCITA

La vieron llegar con el raído pañuelo negro en la cabeza y con el mismo paso renqueante de siempre, la vieja Carmencita. Salió de su casa bien de mañana, casi después del alba, llevando consigo un pequeño taburete de madera como si tuviera la intención de sentarse en cualquier parte a esperar que cualquier cosa fuera a ocurrir ante sus ojos.

Era asunto curioso y digno de mil y un comentarios la actitud de Carmencita, cruzando todo el pueblo, que debió tardar casi dos horas, de una punta hasta la otra con un taburete en una mano y sujetándose con la otra a las paredes encaladas de las casas y a los soportales y a los barrotes de las ventanas.

Despertaba a su paso la curiosidad y también la inquietud de sus convecinos, que se miraban extrañados y se preguntaban que a dónde iba con tanto desespero esta mujer, que hacía años que ni salía de casa sino para ir al médico y ahora tanto andar y andar por medio del pueblo. Algunos le preguntaron que qué pasaba, pero ella ni se molestó en darse la vuelta para contestar.

Así llegó, agotada de tanto trajín, hasta el pie de la colina junto a las últimas casas habitadas y se detuvo sin motivo aparente. En medio de aquel secarral plantó su taburete de madera, se secó el sudor con la manga de su negro vestido de toda la vida y, finalmente, se sentó. “De aquí no sacan a mi Felipe sin mi permiso”, dijo. Dos metros bajo los pies de Carmencita y bajo las cuatro patas del taburete de madera, un montón de huesos y una vieja bala fascista llevan setenta años esperando por este momento.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues que se haga lo que Carmencita diga...

Anónimo dijo...

preciosa (y triste) historia, Pepe. gracias.

 
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