Domingo por la mañana. En un pequeño pueblo de la provincia de Lleida, cinco africanos y un blanco (yo) charlan de manera distendida sobre las cosas de aquí y las cosas de allá. Hace tanto frío en la casa que no nos atrevemos ni a sacarnos el abrigo. Afuera, sopla un viento helado; adentro, una estufa de leña en una esquina de la habitación intenta calentar un poco, pero ni se nota su presencia. La madera es escasa y hay que administrarla.
De repente, entra un empresario blanco. “Necesito alguien”, dice. Me dirige una ojeada fugaz que revela sorpresa, pero sigue a lo suyo. Mientras, los africanos se miran con un gesto de duda. “Es para una hora. Hay que recoger un material allí, en la finca”. Uno de los chicos, un senegalés alto y fuerte llamado Djibril, se levanta de la cama, asiente con la cabeza y responde. “Voy a cambiarme”. “Vale, date prisa, te espero fuera”, añade el empresario. Lo miro mientras se calza un mono azul sobre la ropa con la que había dormido. Él me mira y sonríe. “Es lo que hay”, dice.
Pasada una hora larga, regresa. Está contento. Cuando menos se lo esperaba, en un día en que no suele haber trabajo, se ha ganado cinco euros. Cinco euros por una hora de faena. No está mal. Si trabajara durante ocho horas al día los cinco días de la semana ganaría 800 euros al mes. Y quizás así pudiera alquilarse una habitación para él solo en un piso con calefacción y no pasarse todo el día tiritando dentro de la casa junto a sus cinco compañeros de infortunio.
Sin embargo, rara es la semana en que cada uno de ellos logra trabajar diez horas seguidas, con lo cual no ganan ni 200 al mes. Con esta exigua renta, Djibril y sus amigos sin papeles compran la comida, pagan sus gastos cotidianos y, además, envían dinero a sus familiares para que desde allá no les acusen de insolidarios y de haberse convertido en negros olvidadizos que ya no se acuerdan de los suyos.
En los campos de frutales de la próspera Lleida casi todo se detiene durante el invierno. Hace demasiado frío. Los manzanos y los melocotoneros se suceden en regular alternancia a ambos márgenes de la carretera como un ejército desnudo. Los negros con suerte se van a Jaén, a la campaña de la aceituna, o al plástico almeriense a probar fortuna. Al menos allí no hará tanto frío. Otros, sin embargo, esperan y esperan largas horas cada día en los cruces de los caminos o dentro de las casas, helados, a que un empresario providencial les tire unas migajas de trabajo.
miércoles, 26 de noviembre de 2008
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2 comentarios:
"Estos desalmados que vienen a robarnos el trabajo, a reagrupar a toda su familia y despues dejarnos sin plaza para el chiquillo en el colegio y saturan nuestros centros de salud..."
Este relato con el que nos obsequias hoy es fiel al día a día de la mayoría de los subsaharianos que están buscándose la vida en España y deberían bebérselo de pe a pa los forjadores de los estereotipos y prejuicios racistas que se siguen grabando a fuego casi a diario.
Felicidades Pepe¡Gracias por no olvidarte de ellos como hace la mayoría de la gente que haciendo uso del mismo imaginario simplista cree que estas personas salen de los centros-cárceles de inmigrantes con el chandal Nike ya puesto "es que vienen demasiado bien vestíos" y se dedican a vivir la buena vida. Crisis? Sobre todo en España, de ideales.
Eres "sajorín" como se dice en Telde. Hoy han contado en la Ser desde Úbeda, Jaen, que la llegada de inmigrantes buscando trabajo en la temporada de la aceituna está generando muchas difultades. No hay trabajo, no ha empezado la temporada y las guaguas llegan cada día llenas así que el ayuntamiento ha tenido que habilitar un polideportivo para que duerman cada noche unas 160 personas , el comedor de cáritas está saturado e incluso hay chicos que están durmiendo en la calle porque no hay plazas disponibles ni en los albergues. Pero ojo a la solución ideada por el ayuntamiento: pagarles el billete de la guagua para que se marchen a otro lado. Es decir pasarle la pelota a otros y esas personas no le importan a nadie? La cruda realidad tal y como la describes...
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